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Published abril 19, 2024

-¿Es el nagual el Ser Supremo, el Omnipotente, Dios? -pregunté. -No. Dios también está en la mesa. Digamos que Dios es el mantel. Hizo, en broma, el gesto de jalar el mantel para amontonarlo con los otros objetos que había puesto frente a mí. -Pero, ¿dice usted que Dios no existe? -No. No dije eso. Sólo dije que el nagual no era Dios, porque Dios es un objeto de nuestro tonal personal y del tonal de los tiempos. El tonal es, como ya dije, todo lo que creemos que es parte del mundo, incluyendo a Dios, por supuesto. Dios no tiene otra importancia que la de ser parte del tonal de nuestro tiempo. -Según yo lo entiendo, don Juan, Dios es todo ¿No estamos hablando de lo mismo? -No. Dios es solamente todo aquello en lo que puedes pensar; por eso, propiamente hablando, Dios no es sino otro objeto en la isla. Dios no puede ser visto cuando uno quiere; sólo podemos hablar de Él. En cambio, el nagual está al servicio del guerrero. Puede ser visto, pero no se puede hablar de él. -Si el nagual no es ninguna de las cosas que he mencionado -dije-, quizá pueda usted decirme el sitio donde se encuentra. ¿Dónde está? Don Juan hizo un amplio ademán y señaló el área más allá de los confines de la mesa. Movió la mano como si, con el dorso, limpiara una superficie imaginaria que rebasara los bordes de la mesa. -El nagual está allí -dijo-. Allí, alrededor de la isla. El nagual está, allí, donde el poder se cierne. «Desde el momento de nacer sentimos que hay dos partes en nosotros. A la hora de nacer, y luego por algún tiempo después, uno es todo nagual. En ese entonces, nosotros sentimos que para funcionar necesitamos una contraparte a lo que tenemos. Nos falta el tonal y eso nos da, desde el principio, el sentimiento de no estar completos. A esas alturas el tonal empieza a desarrollarse y llega a tener una importancia tan absoluta para nuestro funcionamiento que opaca el brillo del nagual, lo avasalla; y así nos volvemos todo tonal. Desde el momento en que uno se vuelve todo tonal, no hacemos otra cosa sino aumentar esa vieja sensación de estar incompletos; esa sensación que nos acompaña desde el momento de nacer y que nos dice constantemente que hay otra parte de nosotros que nos haría íntegros. «A partir del momento en que somos todo tonal, empezamos a hacer pares. Sentimos nuestros dos lados, pero siempre los representamos con objetos del tonal. Decimos que nuestras dos partes son el alma y el cuerpo. O la mente y la materia. O el bien y el mal. Dios y Satanás. Nunca nos damos cuenta, sin embargo, de que sólo estamos haciendo parejas con las cosas de la isla, algo muy semejante a hacer parejas con café y té, o pan y tortillas, o chile y mostaza. Somos de verdad animales raros. Nos creemos tanto y, en nuestra locura, creemos tener perfecto sentido.» Don Juan se puso en pie y me apostrofó como un orador. Me señaló con el índice e hizo temblar su cabeza. -El hombre no se mueve entre el bien y el mal -dijo en un tono hilarantemente retórico, tomando el salero y el pimentero en ambas manos-. Su verdadero movimiento es entre lo negativo y lo positivo Dejó la sal y la pimienta y cogió un tenedor y un cuchillo. -¡Lo dicho es un error! No hay movimiento ninguno -continuó como si se respondiera a sí mismo-. ¡El hombre es sólo mente! Cogió la botella de salsa y la puso en alto. Luego la dejó. -Como puedes ver -dijo suavemente-, podríamos muy fácilmente reemplazar mente por salsa de chile y acabar diciendo: -“¡El hombre es sólo salsa de chile!” El hacer eso no nos volvería más dementes de lo que ya estamos. -Mucho me temo no haber hecho la pregunta correcta -dije-. Quizá podríamos llegar a una mejor comprensión si preguntara qué puede uno hallar, específicamente, en el área más allá de la isla. -No hay manera de responder eso. Si yo te dijera: nada, sólo haría al nagual parte del tonal. Todo cuanto puedo decir es que allí, más allá de la isla, uno encuentra al nagual. -Pero, cuando usted, lo llama nagual, ¿no lo coloca también en la isla? -No. Lo llamé nagual solamente para que te dieras cuenta de él. -¡Muy bien! Pero al darme cuenta de él también he dado el primer paso para convertirlo en un nuevo objeto de mi tonal. -Creo que no me comprendes. Yo he nombrado al tonal y al nagual como un par verdadero. Eso es todo lo que he hecho. Me recordó que en una ocasión, al tratar de explicarle mi insistencia en el significado, discutí la idea de que acaso los niños no fueran capaces de concebir la diferencia entre «padre» y «madre» hasta que no se desarrollaran lo suficiente en el manejo del significado, y que tal vez creerían que la diferencia estaba radicada en que «padre» usa pantalones y «madre» usa faldas, o en otras diferencias relativas al corte de pelo, o al tamaño del cuerpo, o a la ropa. 46 -Por cierto que hacemos lo mismo con las dos partes de nosotros -dijo-. Sentimos que en nosotros hay otro lado. Pero cuando tratamos de precisar cuál es ese otro lado, el tonal se apodera de la batuta y, como director, es un fracaso. Es tan mezquino y celoso que nos deslumbra con su astucia y nos fuerza a destruir el menor indicio de la otra parte del par verdadero: el nagual.

Al bañarme esa luz sagrada, un pensamiento racional explotó en mi silencio interior. Me pareció bastante posible que místicos y santos hubieran hecho este viaje del punto de encaje. Habrían visto a Dios en el molde del hombre. Habrían visto el infierno en las dunas de azufre. Y habrían visto la gloria del cielo en la luz diáfana.



EL MOLDE DEL HOMBRE
Recordé entonces que había visto el molde del hom bre en otras cinco ocasiones, de una manera muy pareci da a la primera. Después de cada una de ellas, me sentí menos apasionado con Dios. Sin embargo, nunca pude sobreponerme al hecho de que siempre veía a Dios como un varón. Al final, la sexta vez que lo vi dejo de ser Dios para mí, y se convirtió en el molde del hombre, no debido a lo que dijera don Juan, sino porque la posición de un Dios varón se volvió insostenible. Pude entender entonces las primeras aseveraciones de don Juan. No fueron para nada blasfemas o sacrílegas, porque no las hizo desde el contexto del mundo cotidiano. Tenía razón en decir que los nuevos videntes se encontraban en ventaja por ser capaces de ver el molde del hombre cuantas veces quisieran. Pero la verdadera ventaja era que tenían la sobriedad para poder examinar lo que veían. Don Juan me recordó que me había hablado larga mente acerca de uno de los aspectos más sólidos de nuestro inventario: nuestra idea de Dios. Dijo que ese aspecto era como una goma muy pegajosa que ligaba al punto de encaje a su posición original. Si yo fuera a alinear otro mundo total con otra gran banda de emana ciones, tenía que dar un paso obligatorio para poder soltar todas las amarras de mi punto de encaje. -Ese paso consiste en ver el molde del hombre -dijo-. Hoy tienes que hacerlo, sin ayuda de nadie. -¿Qué es el molde del hombre? -pregunté. -Te hice verlo muchas veces -contestó-. Tú sabes de lo que estoy hablando. Me abstuve de decir que no tenía ni la menor idea de lo que hablaba. Si decía que yo había visto el molde del hombre, debía hacerlo, aunque no tenía la más vaga noción de cómo era. Él parecía saber lo que cruzaba en mi mente. Me sonrió benévolamente y movió la cabeza de un lado a otro como si no creyera lo que yo pensaba. -El molde del hombre es un enorme racimo de emanaciones en la gran banda de la vida orgánica -dijo-. Se le llama el molde del hombre porque ese es el racimo que llena el interior del capullo del hombre. «El molde del hombre es la porción de las emanacio nes del Águila que los videntes pueden ver directamente sin peligro alguno para ellos. Hubo una larga pausa antes de que volviera a hablar
Lo que han llegado a entender es que el molde del hombre no es un creador, sino el molde de todos los atributos humanos que podamos concebir, y de algunos que ni siquiera podemos conce bir. El molde es nuestro Dios porque nos acuñó como lo que somos y no porque nos ha creado de la nada hacién donos en su imagen y semejanza. Don Juan dijo que, en su opinión, el caer de rodillas en presencia del molde del hombre exhuda arrogancia y autocentrismo humano. Conforme escuchaba la explicación de don Juan, me preocupé terriblemente. Aunque jamás me consideré un católico practicante, me escandalizaron sus blasfemas implicaciones. Lo estuve escuchando con atención y cortesía, pero ansiaba una pausa en su andanada de sacrile gios para poder cambiar de tema. Pero, sin tregua, siguió recalcando su punto de vista. Finalmente, lo interrumpí y le dije que yo creía en la existencia de Dios. Repuso que mi creencia estaba basada en la fe y que, como tal, era una convicción de segunda mano que no significaba nada; como la de todos los demás, mi creen cia en la existencia de Dios estaba basada en un rumor que circulaba y no en el acto de ver. Me aseguró que aunque yo fuera capaz de ver, era seguro que cometería el mismo error de todos los místi cos. Cualquiera que vea el molde del hombre supone automáticamente que es Dios. Dijo que la experiencia mística era un ver fortuito, algo que sucedía una sola vez en la vida, y que no tenía significado alguno porque era el resultado de un movi miento al azar del punto de encaje. Aseveró que los nuevos videntes eran realmente los únicos que podían emitir un juicio justo sobre este asunto, porque ellos eliminaron el ver fortuito y eran capaces de ver el molde del hombre cuantas veces quisieran. Por lo tanto, vieron que lo que llamamos Dios es un prototipo estático de lo humano, sin poder alguno. El molde del hombre no puede, bajo ninguna circunstancia, ayudarnos interviniendo a nuestro favor, ni puede casti garnos por nuestras maleficencias, ni recompensarnos de ninguna manera. Somos simplemente el producto de su sello, somos su impresión. El molde del hombre es exac tamente lo que dice su nombre, un cuño, una forma, una moldura que agrupa a un haz particular de elemen tos, de fibras luminosas, que llamamos hombre. Lo que dijo me hundió en un estado de gran angus tia. Pero no parecía preocuparle mi genuina agitación.
. Me vino entonces la idea de que su belleza surgía de un sentido de la armonía, de una sensación de paz y descan so, de haber arribado, de finalmente estar a salvo. Me sentí inhalar y exhalar, con quietud y alivio. ¡Qué es pléndida sensación de plenitud! Supe, sin sombra de duda, que ahora estaba cara a cara con Dios, con el origen de todo. Y sabía que Dios me amaba. Dios era amor y perdón. La luz me bañó, y me sentí limpio, libe rado. Lloré incontrolablemente, sobre todo por mí mismo. La visión de esa luz resplandeciente me hizo sentirme indigno, despreciable. De pronto, escuché la voz de don Juan en mi oído. Dijo que tenía que ir más allá del molde, que el molde era simplemente una fase, un momento de respiro que le brindaba paz y serenidad transitoria a aquéllos que viajan hacia lo desconocido, pero que era estéril, estáti co. Era a la vez una imagen plana reflejada en un espejo y el espejo en sí. Y la imagen era la imagen del hombre. Resentí apasionadamente lo que decía don Juan; me rebelé contra sus palabras blasfemas y sacrílegas. Quería insultarlo, pero no podía romper el poder de retención de mi ver. Estaba atrapado en él. Don Juan parecía saber con exactitud cómo me sentía y lo que quería decirle. -No puedes insultar al nagual -dijo en mi oído-. Es el nagual quien te permite ver. La técnica es del nagual, el poder es del nagual. El nagual es el guía. Fue en ese momento en el que me di cuenta de algo acerca de la voz en mi oído. No era la voz de don Juan, aunque era muy parecida. También, la voz tenía razón. El instigador de esa visión era el nagual Juan Matus. Eran su técnica y su poder los que me hacían ver a Dios. Dijo que no era Dios, sino el molde del hombre; yo sabía que tenía razón. Sin embargo, no podía admi tirlo, no por irritación o necedad, sino simplemente por la absoluta lealtad y el amor que yo sentía por la divini dad que estaba frente a mí. Mientras contemplaba la luz con toda la pasión de la que yo era capaz, la luz pareció condensarse y vi a un hombre. Un hombre brillante que exudaba carisma, amor, comprensión, sinceridad, verdad. Un hombre que era la suma total de todo lo que es bueno. El fervor que sentí al ver a ese hombre traspasaba todo la que había sentido en la vida. Caí de rodillas. Quería adorar a Dios personificado, pero don Juan intervino y me golpeó en la parte superior izquierda del pecho, cerca de la clavícula, y perdí de vista a Dios. Quedé presa de un sentimiento mortificante, una mezcla de remordimiento, júbilo, certezas y dudas. Don Juan se burló de mí. Me llamó piadoso y descuidado y dijo que yo podría ser un gran sacerdote, un cardenal; podía incluso hacerme pasar por un líder espiritual que había tenido una visión fortuita de Dios. Jocosamente, me instó a comenzar a predicar y a describirle a todos cómo era Dios. De manera muy casual pero aparentemente interesa da dijo algo que era mitad pregunta, mitad aseveración. -¿Y el hombre? -preguntó-. No puedes olvidar que Dios es un varón. Mientras entraba en un estado de gran claridad, comencé a tomar conciencia de la enormidad de lo que me decía. -Qué conveniente, ¿eh? -agregó don Juan sonrien do-. Dios es un varón. ¡Qué alivio! Después de relatarle a don Juan lo que recordaba, le pregunté acerca de algo que acababa de parecerme terriblemente extraño. Obviamente, para poder ver el molde del hombre mi punto de encaje se había movido. El recuerdo de los sentimientos y entendimientos que me sucedieron entonces era tan vivido que me dio una sensación de absoluta futilidad. Sentía ahora todo lo que había hecho y sentido en aquel entonces. Le pregunté cómo era posible que, habiendo tenido una comprensión tan clara la hubiera olvidado de manera tan completa. Era como si nada de lo que me ocurrió en aquella oca sión importara, puesto que siempre tenía que partir del punto número uno, a pesar de lo que hubiera podido avanzar en el pasado. -Esa es sólo una impresión emocional -dijo-. Una equivocación total. Lo que hayas hecho hace años está, sólidamente contenido en algunas emanaciones sin usar. Por ejemplo, ese día en que te hice ver el molde del hombre, yo mismo tuve una verdadera equivocación. Pensé que si lo veías, podrías entenderlo. Fue un autén tico malentendido de mi parte.
El Nagual decía que a veces, si tenemos el suficiente poder personal, obtenemos una visión del molde, aunque no seamos brujos; cuando eso ocurre, decimos que hemos visto a Dios. Él afirmaba que lo llamábamos Dios porque era justo hacerlo. El molde es Dios. »Me costó una barbaridad entender al Nagual, porque yo era una mujer sumamente religiosa. No tenía nada en el mundo, salvo mi religión. De modo que me producía escalofríos el oír las cosas que el Nagual solía decir. Pero luego me completé y las fuerzas del mundo comenzaron a atraerme, y comprendí que el Nagual tenía razón. El molde es Dios. ¿Qué piensas?

-El Águila confiere la conciencia a través de sus emanaciones -contestó. Su respuesta me hizo discutir con él. Afirmé que era una aseveración sin significado, porque decir que el Águila confiere la conciencia a través de sus emanacio nes es parecido a lo que diría un hombre religioso acerca de Dios, que Dios concede la vida a través de su amor. -Las dos aseveraciones no tienen el mismo punto de vista -dijo con paciencia-. Y sin embargo creo que significan la misma cosa. La diferencia es que los viden tes ven cómo el Águila confiere la conciencia a través de sus emanaciones y los hombres religiosos no ven cómo Dios confiere la vida a través de su amor. Dijo que la manera en que el Águila confiere la conciencia es mediante tres gigantescos haces de emanacio nes que recorren las ocho grandes bandas. Estos haces son bastante peculiares, porque hacen que los videntes sientan un color. Un haz da la sensación de ser rosa ama rillento; otro da la sensación de ser de color durazno; y el tercer haz da la sensación de ser ambarino, como la miel clara. -De modo que es asunto de ver un color cuando los videntes ven que el Águila confiere la conciencia a través de sus emanaciones -prosiguió-. Los hombres religiosos no ven el amor de Dios, pero si pudieran verlo, sabrían que es o rosa, o color durazno, o ambarino.

De inmediato, esa fuerza se engancha a los bordes de la banda -prosiguió-. A la orilla derecha encontra mos interminables visiones de actividad física, violencia, matanzas, sensualidad. A la orilla izquierda encontramos espiritualidad, religión, Dios. Genaro y yo movimos tu punto de encaje a los dos bordes, para poder darte una visión completa de ese basurero humano

Don Juan dijo que permanecieron ante la hoguera durante toda la noche. Para él, el peor momento fue cuando su benefactor tuvo que ir en busca de ramas secas y lo dejó solo. Tuvo tanto miedo que le prometió a Dios que iba a dejar el camino del guerrero y se iba a convertir en agricultor. -Por la mañana, cuando había agotado toda mi energía, el aliado logró empujarme al fuego y sufrí gra ves quemaduras, agregó don Juan. -¿Qué le pasó al aliado? -pregunté. -Mi benefactor nunca me dijo lo que le pasó -con testó-. Pero siento que sigue vagando por ahí, tratando de encontrar el camino de regreso. -¿Y qué pasó con la promesa que le hizo usted a Dios? -Mi benefactor me dijo que no me preocupara, que había demasiadas cosas que yo aún no comprendía. Mi promesa era seria, pero que no había nadie que escucha ra tales promesas, porque no existe un Dios. Lo único que existe son las emanaciones del Águila, y a ellas no hay manera de hacerles promesas.

y fue sin duda por esa razón que mi crianza católica empezó a afectar profundamente mis reacciones. Por un momento creí que el intento era Dios. Les dije eso y los tres al unísono se rieron a carcajadas. Vicente, todavía usando su tono de profesor, dijo que no es posible que fuera Dios, porque el intento es una fuerza que no puede describirse y mucho menos representarse: -No seas presumido -me dijo don Juan en tono severo-. No estás aquí para especular basándote en tu primero y único esfuerzo. Espera hasta dominar tu conocimiento. Entonces decide qué es qué.
Todo lo que hacemos está atado de esta forma. Lo que a los chamanes les parece extraño, es que ellos ven que todas estas líneas de afinidad, todas estas líneas de cosas ligadas por un propósito, están asociadas con la idea que el hombre tiene de que las cosas no cambian y que son para siempre, como si fueran la palabra de Dios. -No entiendo por qué habla sobre la palabra de Dios, en esta explicación, don Juan. ¿Qué tiene que ver la palabra de Dios con lo que usted está tratando de explicar? -¡Todo! Parece ser que en nuestra mente el universo entero es como la palabra de Dios: absoluto e inmutable. Esta es la forma en que nos conducimos. En las profundidades de nuestra mente existe un dispositivo de control que no nos permite detenernos a examinar que la palabra de Dios, tal como la aceptamos y creemos que es, pertenece a un mundo muerto. Por otro lado, un mundo vivo está en flujo constante. Se mueve; cambia; se contradice.

rompieron sus cadenas, comprendió todo, y de inmediato cumplió con los designios del nagual. Don Juan, volviendo a su historia, dijo que el nagual Elías, que no sólo era estupendo como ensoñador, sino también como acechador, había visto que el joven actor, quien demostraba una insensibilidad única, y aparentaba ser un engreído y un vanidoso de primera, era en realidad lo opuesto. El nagual concluyó que, si lo aguijoneaba con la idea de Dios y el pecado mortal y el castigo eterno, sus creencias religiosas derribarían esa actitud cínica. Ciertamente, al oír decir al nagual cómo Dios había castigado a Talía, la fachada del actor comenzó a derrumbarse. Iba a expresar su remordimiento, pero el nagual lo detuvo en seco y, enérgicamente, le recalcó que cuando la muerte estaba tan cerca, los remordimientos tenían muy poca importancia. El joven actor escuchó con atención. Sin embargo, aunque se sentía muy enfermo, no creía estar en peligro de muerte. Consideraba que su debilidad y su fatiga se debían a la pérdida de sangre. Cómo si le leyera la mente, el nagual le aseguró que esos pensamientos optimistas estaban fuera de lugar, que la hemorragia podría haberle sido fatal de no ser por el tapón que él, como curandero, le había creado.

Claro que tenemos un lado oscuro -dijo-. Matamos por capricho, ¿no es cierto? Quemamos gente en el nombre de Dios. Nos destruimos a nosotros mismos; aniquilamos la vida en este planeta; destruimos la tierra. Y luego nos ponemos un hábito y el Señor nos habla directamente. ¿Y qué nos dice el Señor? Nos dice que si no nos portamos bien nos va a castigar. El Señor lleva siglos amenazándonos sin que las cosas cambien. Y no porque exista el mal, sino porque somos estúpidos. El hombre si que tiene un lado oscuro, que se llama estupidez. No dije nada más, pero aplaudí para mis adentros, pensando con placer que don Juan era todo un maestro del debate. Una vez más, me envolvía en mis propias palabras.

Carlos Castaneda.


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